viernes, 20 de abril de 2007

Dos otoños

Atardecía, mientras nos disgregábamos a la salida de la escuela. Éramos como un racimo que se desgranaba en cada esquina. Disminuían el ruido de nuestras conversaciones cruzadas y el estruendo de las risas que brotaban de nada.
Las charlas iban volviéndose cada vez más íntimas.
Nancy doblaba en Uriburu. Yo continuaba sola.
Ese día faltaba poco cuando el camión de los bomberos me hizo retroceder al intentar cruzar tu calle. Me salpicó las medias de algodón. Unos metros más, la casa de Gerardo rodeada de retamas. El ombú. Doblando por Curapaligüe, los álamos, escondidos unos tras otros. Formaban una hilera que se extendía por toda la cuadra, hasta tu puerta. Ese día no aplaudían como otros lunes de viento.
En el camino tropecé con Juan, preocupado me detuvo y dijo: -Despacio... la nona... (Se sacó los anteojos, su mirada decía más que sus palabras). Detrás de él apareció doña Querubina que con ojos llorosos asentía con la cabeza mientras lo tomaba del brazo.
Seguí casi corriendo y recordé fugazmente, en forma condensada pero precisa, como siguiendo el ritmo de mis pasos aquel domingo.
Estábamos solas,sentadas sobre la cama del cuartito de huéspedes de mi casa, allí me enseñaste a trenzar el cabello. Hiciste que pareciera un acto ritual. La luz del sol se filtraba entre las hojas de los paraísos de la vereda. Entraba a iluminar tus manos huesudas sobre mi pelo negro. Negro como el vestido a lunares que llevabas puesto, con botones de diferentes colores y tamaños. Él acentuaba la estética de abuela que ya tenía tu cuerpo. De abuela... ¿no era un agravio a tu sangre india llamarte nona? Sin embargo no lo dijiste. Quizá porque no estaba en tu espíritu la queja, sino la paciencia, el entendimiento, la pausa que les transmitió la tierra a los de tu raza, que también es la mía.
Otras imágenes se agolparon en mi pensamiento, se superpusieron urgentes, el camión, los álamos, los vecinos.
Me temblaron las piernas. Todos murmuraban inquietos, me miraron cuando llegué.
Quedé parada frente al camino que atravesaba tu huerta, al final estaba la casa. De allí salieron varios bomberos que con sus trajes rompían la monotonía del verde. Sus siluetas parecían pender del naranjo que estaba en la entrada, maduro, anunciando algún otoño. Se diluyeron las distancias, las voces y el tiempo.
Uno de ellos se acercó y confirmaba, con palabras ensayadas para estos casos, lo que vos me habías enseñado a descubrir en los detalles.
Me secaba las lágrimas con el pullover azúl que apretaba con los dedos cuando una pluma blanca, diminuta, que tenía tu parcimonia y la suavidad de tus palabras, cayó sobre mi hombro y se deslizó lenta por el brazo. Luego, una ráfaga la devolvió al aire cuando oí tu voz...
- Sólo he cambiado de forma, ha oído m' hija?