sábado, 30 de enero de 2010

Ejercicio sobre "Jeannie Miller" de Mempo Giardinelli

Dos semanas después, el Pelusa fue sorprendido en la calle por una mujer mayor; de pómulos salientes y la piel dura como el suelo que pisaban. Idénticos surcos en la tierra y en las manos. Los dientes como estrellas y la mirada sumisa pero decidida. A ella le temblaba, sin embargo, la voz.

Había soportado la soberbia de los nuevos dueños de su tierra. Cuando asediaron su rancho y lo quemaron. Tuvo que irse con sus seis hijos. Dejó todo sin cuestionar. Buscó otro lugar donde empezar de nuevo y sin embargo, nada le tembló.

Ese día, el Pelusa, iba sin prisa a visitar a uno de sus amigotes cuando ella lo interceptó. Él puso cara de asco, se tapó la nariz y observó por encima del hombro a esa toba que hablaba su mismo idioma y lo miraba con intensidad y calma a la vez.
Ella le habló del tiempo cuando Carlo Andreotti llegó a Resistencia, solo. La había llevado a su casa para trabajar cuando ella aún jugaba con sus hermanos a correr entre los algarrobos.
A poco de estar en el caserón, Don Carlo, así lo llamaba, le había pedido que fuese su "amiga" una noche de primavera. La convivencia le hizo parecer que saltar los abismos era fácil. Algunas cosas se habían vuelto, para ella, posibles.
Al final de ese mismo año, la india, ya estaba en la calle, con su valija en la mano y un niño en su vientre,... "de ojos celestes, muy claros, del color de esa porción de cielo que se ve, a las seis de la tarde, sobre el horizonte verde de la selva y debajo de una oscura tormenta de verano."

No fue publicado en el diario local, el caso de la aborigen que había importunado a un Andreotti, a Pelusa Andreotti, mientras caminaba por Resistencia.
Él alegó legítima defensa. El proceso fue corto y favorable.
El silencio se expandía en el pueblo igual que la tierra. Volaba sin parar en el Chaco por esa època de sequía una, y por la indignación el otro.
Nadie se sorprendió al saberse que con la Mossberg de su padre se quitó la vida unos días después.

No hubo testigos de las imágenes que le resonaron en los sesos como campanazos, ocupándole la conciencia en los últimos instantes. Fue la sonrisa blanca de Jeannie saltándosele de la boca en aquellos días felices. Era tan blanca como la de aquélla que se dijera su madre, a quien, la tristeza la había habitado desde sus más tempranos años. Aún así, podía percibirse en su rostro misericorde la complacencia, al referirse a los gurises, sus seis hermanos, que podría conocer cuando quisiera.