martes, 4 de diciembre de 2007

Faltó la jirafa

Ejercicio de escritura a partir del cuento "El Espíritu de emulación" de Fernando Sorrentino

Al cabo de un tiempo, los bichos, habían cambiado varias veces de domicilio.

Cada uno logró ciertas generalizaciones, encontraron regularidades en sus anfitriones de acuerdo al grado de observación individual.

La perspicacia es la  cualidad  más conocida del zorro, de modo que se había convertido en el asesor de la población amascotada del edificio. Con el objetivo de oficializar su puesto había organizado su propio agasajo. Fijó el evento para el día jueves, a la noche, cuando los dueños asistitían a la reunión de consorcio de la planta baja. Un sitio seguro, la terraza, decidió sin muchas opciones más.
La esperada tertulia comenzó con un discurso proselitista innecesario pero que sus ínfulas de zorro no pudieron evitar. Y en medio de declamaciones libertarias vociferó: -¡Estamos cansados de las caprichosas mudanzas a las que nos someten nuestros efímeros amos! ¡Estamos hartos de heladeras y almacenes con candados! Y si ya conocemos los recorridos...¡Para qué las sogas!

La ovación fue total. El oso rugió de una manera que ensordeció a la concurrencia. El collar nunca le había pesado tanto hasta oír esas palabras.

Los castores y ardillas hicieron la equivalencia sogas-cadenas, con ellos las sogas no habían resultado, se las comían. Y pensaron que estaban tan acostumbrados al tintineo del metal que el silencio quizá los desconcertaría.
De todos modos saltaron de contentos.
La alegría era superlativa en ese mundo animal insertado en esa terraza pavimentada.


Los loros también acompañaron la algarabía con aleteos y gritos, a pesar de que no padecían las sogas como el resto. Cuando se dieron cuenta de esto agregaron: -¡Ni sogas, ni jaulas!
El zorro que ya demostraba cierta visión política notó que se trataba de una pequeña minoría, hizo oídos sordos, perdió la mirada en el tumulto de los congregados.
Los loros subían el volumen tratando de ser escuchados. Hasta que las víctimas de las sogas les pidieron que se callen, por el bien común, que se callen.

Los loros apabullados se callaron, más que por convencimiento, por la confusión que les produjo esa construcción sustantiva: "el bien común". No entendieron por qué si el bien era común no los incluía. Decidieron, entonces, hacer una convención de loros al día siguiente, a la misma hora. El lugar no sería un problema porque sus jaulas pendían todas de los balcones que daban al este, podrían comunicarse facilmente.

Ellos cumplían una función poco valorada, la del espionaje: oían y repetían, a veces sin entender, los comentarios de sus amos a los demás animales. Entonces el loro del 3º propuso suspender las transmisiones hasta que sean incluidas las jaulas al proyecto.

El loro del 1º dijo que podrían no colaborar en abrir latas robadas.

Todos estuvieron de acuerdo. Las medidas se pusieron en marcha. La pequeña minoría sorprendió al resto. Su mudez y la negación a cumplir su trabajo de abrelatas, en verdad, los perjudicaba.

En un intento por sustituirlos convocaron a los cangrejos, pero eran tan torpes con sus pinzas que al tiempo que demoraban se agregaba el ruido que hacían, éste podría delatarlos y terminar con una hazaña por años perfecta. No arruinaría todo una estúpida medida de fuerza de los insurrectos pajarracos verdes. Además, pensaron, los cangrejos no cuentan con el preciado don del parloteo.



-Pues bien, dijo el zorro. -Agregaremos las jaulas al pedido de prohibición pero tendrían que elevar la propuesta a los humanos, dijo pensando en que estos bichos articulaban como nadie el lenguaje oral.

Así lo hicieron. Armáronse del mejor discurso, los términos, las formalidades, la cortesía, todo lo aprendido de ellos en esos años sería utilizado para allanar el camino.

El próximo jueves se presentarían a la reunión de la planta baja el zorro, como representante de la comunidad, el leopardo que con su altivez le daría seriedad al asunto y los loros, la oratoria.

Cuidando la postura concurrieron al lugar, cada uno se presentó y comenzó la exposición, fue ardua, llena de argumentos y preguntas.

Los amos se rehusaban a las reformas, las sogas les daba ese talante de "propietarios" que no querían abandonar.

La mayoría de humanos masculinos fue avasallada por las increpaciones del oso que, sin aviso, entró intespectivamente luego de meditar sobre la trascendencia de los acontecimientos.

Dijo ser "el oso de Rodriguez", que vivía con "la señora de Rodriguez" y con "las hijas de Rodriguez". Exigía que todas estas posesiones "de Rodriguez" lleven cadenas al cuello como él.

Los dueños quedaron atónitos, la propuesta no tuvo oposición. La ley fue aprobada, ni sogas, ni jaulas. Aunque el triunfo hubiera sido completo sin la cláusula que agregaron los consorcistas al final del texto:



"Queda terminantemente prohibido el uso de sogas, jaulas y de cualquier instrumento que coarte la libertad de la comunidad animal en el edificio de la calle Paraguay, por un mes."



-Otra vez esa humana costumbre de ponerle fecha de vencimiento a todo, esta vez le tocó al "bien común", dijo el loro que se había posado sobre el lomo del oso, que no se unía al festejo.