jueves, 22 de marzo de 2007

Las razones de la naturaleza

Apiladas unas sobre otras, soportando los traslados desde que el hombre del sombrero de juncos, el que las regó cada día, dijo: "ya están".
Después de acariciarlas con la mano izquierda, con la otra les asestaba un tajo en cada tallo.
Pasaron de mano en mano hasta llegar a ese lugar.
Ella supo entonces que aquella vida de sol y sombra, de aguas continuas y benéfica soledad, había terminado.
Se miró, era la sexta de la cuarta fila contando desde abajo. Era una en mil.
Muchos la miraron, la tocaron y se fueron. Hasta que llegó él. Se paró enfrente y dijo sin dudar: "ésta", chasqueándola con su guante raído y maloliente. La sacarían de ahí. El peso y la presión la estaban ahogando, no se puede negar que sintió alivio. Y por un instante soñó con volver al campo, al amparo de las hojas grandes, a la tierra fresca, al rocío.
La tomaron, y otra vez el cuchillo, impetuoso y decidido, no tardó en trazar un triángulo en su piel verde como el musgo y la aceituna. Se hundió en su imperfecta redondez. No perdonó a las semillas.
Hubo un grito que terminó en lastimoso quejido. Llegó a los pájaros y a la tierra. Mientras, de a poco, le rasgaban las entrañas. Entre dientes y risas vió las semillas que iban dejando en una especie de plato. Le dolieron cuando pensó que no germinarían. Pero ese es un dolor ancestral que la naturaleza hereda una y otra vez, junto al consuelo de que serán menos los frutos que acariciarán con la mano izquierda para desangrarlos con la derecha.

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